PAíS ADOLESCENTE

La batalla cultural, para el periodismo, es ponerle fin a la intolerancia

Es interesante el fenómeno que se está produciendo en los medios de comunicación públicos. A la intolerancia reinante en los últimos años, la está reemplazando un proyecto más democrático, de puertas abiertas, de diálogo y de multiplicidad de voces. Todavía es un proceso muy incipiente que deberá pasar por etapas de avance y, seguramente, de algún retroceso. Pero los primeros indicios son alentadores y permiten albergar sensaciones optimistas. La batalla cultural, en el campo del periodismo, es contra la confrontación. La batalla cultural es contra la decadencia del profesionalismo. La batalla cultural, en definitiva, es contra la violencia del pensamiento único. Ese es el veneno que un sector radicalizado del kirchnerismo le inoculó a la prensa en la Argentina y va a llevar un tiempo considerable encontrar el antídoto.

Algunas de las imágenes de las últimas semanas son elocuentes al respecto. A los funcionarios del nuevo gobierno les fue muy complicado asumir la administración de los medios públicos. Básicamente, porque varios de los funcionarios del gobierno anterior no se querían ir de sus puestos. Como si el Estado les perteneciera. Como si un cargo público no fuera una responsabilidad transitoria a cargo de los bienes que los ciudadanos financian con sus impuestos. El caso más relevante fue el del dirigente Martín Sabbattella en la Afsca, con momentos mediáticos que rozaron el ridículo. Pero también en Canal 7, en Radio Nacional y en la agencia Télam hubo casos parecidos. De hecho, en la TV Pública recién se están tomando las primeras decisiones porque el bloqueo de espacios estatales impidió hasta hace un par de semanas los nombramientos del presidente de Radio y Televisíon Argentina, el cineasta Miguel Pereyra, y el de su director, el productor de contenidos televisivos Horacio Levin.

Otro caso paradigmático fue el de Radio Nacional, donde la administración anterior de RTA había intentado dejar armada para este año una programación de perfil kirchnerista pensando en cerrarle el paso a una eventual presidencia del fallido candidato Daniel Scioli. Claro que con el triunfo electoral de Mauricio Macri las cosas cambiaron y el nuevo Presidente le encomendó a su ministro de Medios Públicos, Hernán Lombardi, que volviera a ubicar los medios estatales al servicio de todos los ciudadanos. Eso es lo que está poniendo en marcha la nueva directora de la radio, Ana Gerschenson, bien conocida por nosotros porque además de tener una extensa trayectoria periodística se desempeñó en los últimos años en El Cronista. Y, aunque no es relevante, de quien puedo dar perfecta fe de su profesionalismo y honestidad porque es mi esposa.

La nueva directora de Radio Nacional recibió el lunes pasado a un grupo de colegas a los que no se les renovó el contrato. La interpelaron durante 40 minutos, en medio de aplausos y abucheos de medio centenar de acompañantes que buscaron intimidarla. No lo lograron. Ni siquiera con el mismo modelo operativo de hostigamiento mediático que ejercitaban con el kirchnerismo en el poder y que, esta vez, pusieron en marcha en los medios que aún responden a esa modalidad de paraperiodismo militante. La fotografía de ese intento de atropello es otra imagen de la intolerancia que los argentinos queremos dejar definitivamente atrás.

En el caso de Radio Nacional, la nueva programación que pronto se dará a conocer demostrará que en un medio público pueden convivir periodistas, comentaristas, historiadores, artistas, futbolistas, locutores y productores de diferente pensamiento y simpatía política. Podrá haber aciertos y podrá haber errores. Lo que seguramente no va a haber es informes especiales editados especialmente para destruir la trayectoria de un dirigente opositor. No va a haber campañas organizadas para desacreditar a un fiscal que investigue al Gobierno ni va a haber jolgorio público por una muerte no esclarecida. No va a haber eventos organizados en una plaza pública donde se invite a los ciudadanos a escupir fotografías de periodistas críticos del poder. Ni va a haber simulacros de juicios públicos para esos periodistas o acusaciones basadas en informes de inteligencia. No va a haber salarios escandalosos por pocas horas de trabajo. Y no va a haber ninguna de estas calamidades porque ésa no es la función de una radio, ni de un canal de TV, ni de una agencia de noticias estatal. También todas esas prácticas, que en algún momento parecieron convertirse en episodios normales de un país republicano, merecen un nunca más como lo merecieron las peores tragedias del terror de Estado.

La Argentina es el país del dramatismo fácil. Es un país adolescente al que le cuesta superar sus caídas recurrentes y que repite, a veces increíblemente, los errores que le costaron vidas, sufrimientos y la postergación del desarrollo y la prosperidad más igualitaria. Los Alfonsín, los Menem, los Kirchner y los Macri pasan, con lo humano y lo perverso de las jerarquías. Pero esta etapa es, para los periodistas, una oportunidad de bucear en nuestras propias miserias. Es la hora señalada para rescatar el tesoro de las voces múltiples. Ese corazón valiente de la profesión que jamás debemos negociar en el santuario de ningún proyecto político ni de ninguna tentación pasajera que nos ofrezca el poder.

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