Increíble, pero real

El servicio de Cablevisión clásico para Capital Federal y el Gran Buenos Aires cuesta 439 pesos por mes. El plan más barato de Movistar cuesta 349 pesos por mes. Una entrada al cine en el Hoyts Abasto cuesta 100 pesos. Considerando esos precios, ¿no resultaría lógico que el servicio de electricidad costara al menos 100 pesos por mes?

Si algún candidato a Presidente osara decir que en su gobierno los clientes de Edenor y Edesur van a pagar un mínimo de 100 pesos por mes, implicaría que millones de hogares verían duplicado, triplicado y hasta multiplicado por ocho lo que actualmente figura en sus facturas.

Increíble, pero real.

Hay alrededor de un millón de usuarios de esas dos concesionarias que pagan 12 pesos por mes, es decir lo que vale un alfajor. Otro millón y medio paga 32 pesos por mes, lo mismo que un café en un bar. Hay cerca de medio millón que paga 53 pesos por mes, exactamente lo mismo que el kilo de asado a precios cuidados que vende Carrefour. Y unos 200.000 pagan 66 pesos por mes, menos que algunos combos de McDonalds.

Por supuesto que esa increíble realidad tiene su costo. En primer lugar, para mantener semejante nivel de tarifas subsidiadas el Estado se ve obligado a gastar una cifra descomunal que cubre la diferencia entre lo que cuesta la energía que se consume y lo que pagan los consumidores. Los usuarios residenciales están pagando una veinteava parte del costo, la industria algo menos de una sexta parte, e incluso los pocos clientes a los que se les quitó el subsidio o que renunciaron voluntariamente al beneficio están pagando por megavatio/hora menos de la mitad del costo. El Estado compensa esa gigantesca brecha entre costos e ingresos del sistema con una montaña de billetes. Según la información de la Secretaría de Hacienda, hasta el 30 de julio pasado la partida presupuestaria Formulación y Ejecución de la Política de Energía Eléctrica llevaba gastados 58.256 millones de pesos, equivalente al 8,1 por ciento de todo el gasto público nacional de los primeros siete meses del año.

Hay otra comparación que ilustra el descomunal tamaño de los subsidios a la electricidad. Esos 58.256 millones de pesos que lleva gastados la mencionada partida superan holgadamente a los 53.931 millones de pesos que en ese mismo período gastaron ¡en conjunto! doce de los dieciséis ministerios nacionales; todos, salvo Planificación, Desarrollo Social, Economía e Interior y Transporte.

Increíble, pero real.

La situación es aún peor ya que esa partida no incluye todo el dinero asignado a compensar el ridículo cuadro tarifario vigente. Además hay que computar, entre otros, los fondos que gasta Enarsa en la importación de combustible. Con lo cual no menos del 10 por ciento del gasto público son subsidios a la electricidad.
Semejante gasto constituye un factor determinante del desequilibrio fiscal que afecta a la macroeconomía, que para colmo es en gran medida en beneficio de sectores no necesitados de asistencia. O sea que al costo fiscal de esta política se le suma el perjuicio en términos de equidad distributiva.

En tercer lugar, el uso excesivo de electricidad que fue incentivado por su bajo precio es una de las causas por las que el país perdió el autoabastecimiento energético y pasó a soportar un déficit de varios miles de millones de dólares.

El asunto es tan grave y complejo, tanto técnica como políticamente, que si las tarifas se multiplicaran por tres el gasto en subsidios se reduciría nada más que a la mitad. En otras palabras, con tarifas triplicadas se podrían nivelar las cuentas de las etapas de distribución y de transporte de electricidad, pero no alcanzaría para equilibrar los números de la etapa de generación.

Los principales candidatos a presidente y sus asesores están estudiando el tema y los posibles abordajes, que en todos los casos contemplan el gradualismo. Desde el sciolismo, Miguel Bein ya ha dicho y escrito en varias oportunidades sobre la necesidad de ir desarmando el esquema. Otro que está empapándose a fondo del problema es el secretario de Servicios Públicos bonaerense y precandidato a intendente de San Miguel, Franco La Porta.

Desde el macrismo, el diputado Federico Sturzenegger ha dicho que "los subsidios a gente de altos ingresos y a empresas deben ser corregidos de manera ordenada". Y la candidata a vicepresidente, Gabriela Michetti, declaró este semana que "hay personas de clase media que tenemos ingresos tales que no podemos estar pagando tarifas de luz, de gas y de transporte que son irrisorias". Pero quien más a fondo está trabajando sobre el tema energético en el Pro es el ex presidente de Shell, Juan José Aranguren, aunque más preocupado por la falta de gas que por la insuficiencia tarifaria.

En el léxico político argentino la palabra ajuste no es antónimo de desajuste. Si así se entendiera, no tendría una carga peyorativa. Pero ajuste se asocia a un cinturón que aprieta, a bolsillos flacos, a medidas impopulares o inequitativas. Javier González Fraga se animó a jugar con las palabras diciendo: "Ajuste no es subir las tarifas eléctricas que pagan los porteños más ricos; eso es justicia, no ajuste".

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